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Julio Cortázar. Final del juego.

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Julio Cortázar, Obras Completas

A Cortázar lo empecé a leer muy joven, y me fascinó. Lo sigo releyendo y cada vez me gusta más, voy cambiando mis cuentos preferidos y descubriendo matices nuevos. Este volumen es el segundo de su producción e incluye los siguientes cuentos:

Parte I

«Continuidad de los parques»
«No se culpe a nadie»
«El río»
«Los venenos»
«La puerta condenada»
«Las Ménades».

Parte II

«El ídolo de las Cícladas»
«Una flor amarilla»
«Sobremesa»
«La banda»
«Los amigos»
«El móvil»
«Torito»

Parte III

«Relato con un fondo de agua»
«Después del almuerzo»
«Axolotl»
«La noche boca arriba»
«Final del juego»

Detalle obtenido de la wikipedia: Final del juego (libro), que además tiene entradas de detalle para varios de los cuentos. El origen de algunos está en anécdotas personales del autor, así La noche boca arriba está inspirada en un viaje en motocicleta por París, o Axolotl, todo un clásico, en una visita al acuario (no es de mis preferidos pero entiendo su fama).

Personalmente cada vez que me cuesta ponerme un jersey pienso en No se culpe a nadie, y Continuidad de los parques es, en su brevedad, un relato circular perfecto (lo adjunto al final). En muchos de los relatos se observa un progresivo desplazamiento de una situación cotidiana hasta un territorio sobrenatural o absurdamente violento.

Es difícil elegir, pero Las Ménades, crónica de un concierto con un delirante final que se va anticipando pero que desborda nuestras previsiones, es uno de mis preferidos.

Siempre es un placer reencontrarse con Cortázar. Aquí se pueden leer online todos los cuentos: Final del juego de Julio Cortázar – Cuentos para leer online . Les animo a probar.

Calificación: Imprescindible.

Extracto:
Continuidad de los parques

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.


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